Ya estamos de regreso de las vacaciones (aunque alguna escapada queda pendiente), con el consiguiente bajón. Para intentar solucionarlo, nada mejor que realizar visitas ocasionales a una de las zonas que mejor densidad de buenas terrazas tiene por metro cuadrado: La Moraleja. Vale, sé que a muchos os sonará a pijo, elitista y caro, pero hay que reconocer que allí podemos encontrar bastantes opciones de calidad, con buen ambiente y a un precio mucho más módico de lo que se podría pensar, así que dejar atrás los prejuicios si es que los teníais.
El lugar más concurrido y popular de la zona es La Plaza de la Moraleja. Allí se alternan sitios con aspiraciones elevadas –por encima de los resultados– como Aspen y Enrich, un asiático más que correcto como Hakkasan o ejemplos perfectos de esa moda de los gastrobares como La Barra del Cacique o El Atelier de Enrich (que comparten ubicación con sus casas madre). Entre todos, yo me decanto por la solidez de La Máquina de la Moraleja y el indudable encanto de La Lumbre del Cacique (foto de arriba). Como del primero ya he hablado alguna vez, hablemos del segundo, con una de las terrazas más agradables de Madrid. Decoración sencilla pero elegante, ambiente tranquilo y un servicio atento ayudan a disfrutar de una comida tradicional de mercado sin grandes misterios pero bien elaborada casi siempre –destacan las preparaciones a la brasa, desde el agradable pulpo a una mollejas perfectas– y que puede ser regada con una carta de vinos interesante y a precios ajustados. Además, como en años anteriores, tienen una oferta inmejorable para descubrirla las noches de lunes a jueves: un menú de 25 euros que da derecho a elegir tres medias raciones de las que están marcadas en su carta (hay bastantes opciones) y un postre. Magnífica relación calidad-precio, os lo aseguro.
Fuera de La Plaza de la Moraleja, hay varias opciones más de diverso interés (El Chalet Suizo, por ejemplo, es un clásico para los amantes de la fondue), pero quiero destacar la última novedad, La Prima de Araceli (foto de abajo). Esta última puesta de uno de los grandes clásicos de la restauración madrileña me ha convencido más de lo que esperaba. Y es que, aunque con un punto de calidad por debajo de los anteriormente mencionados, sus tapas, raciones, cazuelas y demás son generosas y están pensadas de forma inteligente para ser compartidas, lo que lo convierte en un lugar ideal para ir con amigos sin complicarse demasiado la vida. Decoración más moderna de lo habitual pero discreta, pulverizadores de agua para refrescar y un servicio algo atolondrado pero con muy buena disposición completan un panorama del que sólo me falta por probar su barra de gin-tonics (esto empieza a ser una plaga). Por cierto, si al final os animáis, os recomiendo por ejemplo las albóndigas de rape o los chipirones en su tinta.